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lunes, 7 de julio de 2008

El Matrimnio Establecido por Dios

En este tiempo, la figura que habla mejor de la relación de Cristo y la iglesia -como se ha dicho- es el marido y la mujer, en el matrimonio de los creyentes.

Por eso es tan importante que podamos ver estas cosas. Porque si en verdad hemos visto a Cristo y a la iglesia, y luego, si nuestros ojos han sido abiertos a la luz de esta revelación, para que veamos qué es de verdad nuestra esposa para nosotros; y si las hermanas pueden ver qué es de verdad su esposo para ellas, habremos encontrado el camino para solucionar definitivamente los problemas del matrimonio.

Si los maridos podemos ver que nuestra mujer es de verdad la que Dios había escogido para cada uno de nosotros, entonces comenzaremos a ver el acierto y aun la bondad de la elección de Dios. Si no lo vemos así, nada habrá en el mundo que pueda establecer a nuestra esposa en el lugar que le corresponde en nuestro corazón.

Si podemos ver, además, que Dios quiso que aquí, en la intimidad del matrimonio, ellas representaran a la iglesia, y nosotros como maridos a Cristo, ¿qué diremos? ¿menospreciaremos tal honra? ¿Desecharemos tal llamamiento y bienaventuranza? De ningún modo.

Pero, si como cristianos pensamos que la iglesia es tan sólo una organización humana con virtudes y defectos, como cualquiera organización social, entonces nunca sabremos el verdadero valor que tiene la iglesia para Cristo y que nuestra esposa debiera tener para nosotros. ¿Cuántos cristianos hay que miden a sus esposas a la luz de sus defectos, y no a la luz de su posición y llamamiento divinos?

Al hablar de iglesia y de matrimonio estamos hablando de cosas divinas, eternas, altísimas, inalcanzables aun para la mejor de las mentes humanas. Siendo así, ¿cómo podrá tener cabida en el matrimonio el adulterio, el repudio, el menosprecio, la lucha por el control y otra infinidad de cosas en uso en nuestra sociedad? ¿Podremos concebir estas cosas burdas y prosaicas en la relación de Cristo y la iglesia?

Nosotros tenemos que ver la importancia del matrimonio según Dios. Porque es cosa sumamente grave un matrimonio descalabrado, una familia arruinada; y esto, no sólo por razones humanas, sino, sobre todo, por las implicaciones espirituales que tiene.

El modelo es Cristo y la iglesia

Un hijo de Dios que no sabe tratar a su esposa está representando mal a Cristo al interior de su familia. Una mujer que no se sujeta a su esposo está representando mal la iglesia al interior de su familia. Es por eso que un problema de este tipo puede descalificar a un hijo de Dios en cuanto a su testimonio y su servicio al Señor.

El modelo del marido es Cristo, y el de la mujer es la iglesia. El marido ha de ver cómo Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, cómo hoy la sustenta y la cuida. La mujer ha de ver cómo la iglesia se debe a su Señor, cómo le obedece y le honra. Esto será el mejor ejemplo, la más alta lección de vida práctica para uno y otro. Si esto lo tenemos claro en nuestro corazón, no necesitaremos que se nos enseñe qué hacer en tal o cuál caso - cuando hay desavenencias, porque al ver al Señor y al ver la iglesia, tendremos la enseñanza en nosotros mismos. No necesitaremos de leyes externas, porque la visión espiritual la tenemos dentro.

Cristo y la iglesia local

Ahora bien, ¿de qué iglesia estamos hablando? ¿De la iglesia universal, que reúne a todos los creyentes de todas las épocas y lugares? Imposible, porque tal iglesia es invisible para nosotros. ¿O acaso de la iglesia conformada por la multitud de creyentes que viven hoy en el mundo entero? Imposible, porque tal iglesia no existe a la luz de las Escrituras.

Tiene que tratarse, entonces, de la iglesia en su expresión local, la iglesia que es su cuerpo: "Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos" (Ef. 5:30). Es la iglesia de la que se habla en 1ª Corintios 12, con sus diversos miembros que funcionan coordinadamente, sujetos a la Cabeza, los cuales miembros podemos ver y tocar.

La iglesia así manifestada, visible a nuestros ojos en la unidad de los santos con quienes nos reunimos y compartimos la vida de Cristo, es la iglesia que está llamada a ser un modelo para las esposas. Es la iglesia local, en su caminar sujeto a Cristo y en su obediencia cada vez más perfecta.

Si la iglesia local se sujeta a Cristo, permitirá a las esposas tener un modelo que imitar. Y si las esposas se sujetan, a su vez, a sus esposos, la iglesia ganará en obediencia. De modo que la obediencia y la sujeción de una y otra va generando una iglesia cada vez más gloriosa, que es el principio de la restauración de todas las cosas.

En el mundo hoy, con toda la distorsión que presenta la cristiandad, la mujer no tiene modelo visible que imitar. En cambio, entre nosotros, al ver las hermanas cómo la iglesia local se sujeta a Cristo, ellas sí tienen modelo. De la misma manera, si un hombre conoce este misterio -Cristo-, tiene un modelo que imitar como esposo. Si no, no lo tiene.

Así que, la esposa cristiana ha de tener presente permanentemente que ella, en el matrimonio, representa a la iglesia, no en su distorsión, sino en su perfección, que es la obediencia. ¿Cómo podría ella no estar sujeta, si la iglesia lo está a Cristo? (Ef.5:24); ¿Cómo no habría de exhibir ella el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios? (1ª Ped.3:4); ¿Cómo no habría de ser su conducta casta y respetuosa? (1ª Ped.3:2); ¿Cómo no habría de ser reverente en su porte y cuidadosa de su casa para que la palabra de Dios no sea blasfemada? (Tit.2:5); ¿Cómo no habría de ser su atavío de ropa decorosa, con pudor y modestia, y sobre todo, de buenas obras, como corresponde a una mujer que profesa piedad? (1ª Tim.2:9-10). Así que, la restauración y la obediencia perfecta de la iglesia será el mejor modelo para las esposas.

Un yugo pesado para la carne

Para quienes no conocen a Cristo ni a la iglesia, el matrimonio es sólo un contrato establecido en el Código Civil, que puede ser más o menos solemne, con o sin separación de bienes, pero nada más. Contrato que, al igual que otros muchos que se realizan en la vida, puede ser cumplido o infringido, y hasta anulado. Por eso, no nos puede extrañar que en nuestra sociedad el matrimonio tenga estándares tan bajos, que haya aparentemente excelentes maridos, amantes de sus esposas e hijos, respetables socialmente, que justifiquen las relaciones extramaritales. Para ellos tales relaciones son sólo pasatiempos, que no deslucen el amor y el cuidado que ellos manifiestan a sus esposas. Ellos no saben lo que de verdad es el matrimonio según Cristo. Por eso no nos puede extrañar tampoco que muchas mujeres falten a su deber conyugal y sean infieles, por causa de esta misma ignorancia.

No obstante, el matrimonio, aun para los hijos de Dios, requiere de un permanente socorro de lo alto, porque es un yugo pesado para la carne, e implica una renunciación de sí mismo en bien del otro. El matrimonio cristiano es un verdadero entrenamiento para el reino.

El orden de Dios para el matrimonio

Como en todas las demás cosas, en el matrimonio, Cristo ha de ser el centro. En el mundo, el orden matrimonial asume diversas formas. Existe la forma del patriarcado, en que el marido, como padre de familia, es un señor que domina y gobierna sin contrapeso, donde la esposa y los hijos le temen y son como sus siervos. También existe el matriarcado, en que la mujer es la que maneja las cosas de la casa, a los hijos y aun a su marido, sea de manera explícita o simulada. Una forma más grotesca aún suele darse en el mundo y es lo que se podría llamar filiarcado (en latín, "filius" significa "hijo"), en que los hijos gobiernan a sus padres, los manejan a su antojo, constituyéndose a sí mismos en el centro del hogar y haciendo de sus padres meros servidores que atienden sus caprichos.

Obviamente, ninguna de estas cosas es conforme al modelo de Dios. Aparentemente, la forma del patriarcado es lo que más se le parece, pero el modelo de Dios para el matrimonio no es el del patriarcado. Cuando Cristo reina y ocupa el centro en una familia, ninguno sobresale por sí y en sí mismo. No hay gritos ni lucha por el poder. Todos atienden a la dirección del Único que tiene la autoridad, y todos se rinden a Él, en la posición y el ámbito de responsabilidades que Él ha asignado a cada uno. Cuando Cristo tiene el centro, el matrimonio y la familia funcionan bien, sin chillidos ni estallidos de violencia, espontánea y silenciosamente, según el perfecto orden de Dios.

¿Cuál es este orden? Dice la Escritura: "Porque quiero que sepáis que Cristo es la cabeza de todo varón, y el varón es la cabeza de la mujer, y Dios la cabeza de Cristo" (1ª Cor.11:3). Aquí está el orden de Dios, no sólo en el matrimonio, sino también en el universo: Dios, Cristo, el hombre, la mujer. Cristo es la gloria de Dios, el hombre es la gloria de Cristo, y la mujer es la gloria del hombre. El hombre fue creado para que expresara la gloria de Cristo y la mujer fue creada como expresión de la gloria del hombre.

La posición de autoridad que el hombre ocupa se señala externamente en que lleva su cabeza descubierta; en cambio, la posición de sujeción que la mujer ocupa se señala externamente con el velo. Cuando la mujer no ora ni profetiza su cabello le sirve de velo; pero cuando la mujer ora o profetiza ha de ponerse el velo, como señal de autoridad sobre su cabeza.

De manera que por causa de que hay implicados hechos espirituales trascendentes, tanto el hombre como la mujer han de cuidar respetar este orden. No es un asunto de caracteres: es el orden de Dios.

A veces los maridos renuncian a tomar su lugar, por comodidad o por una supuesta incompetencia, como si esto fuese un asunto de caracteres o de capacidades naturales. Pero aquí vemos que esto es un asunto establecido por Dios, y anterior a nosotros, en lo cual está implicado el orden universal, y al cual nosotros somos invitados a participar.

Las demandas en la relación matrimonial

Consecuentemente con todo lo anterior, hay demandas para los miembros de la familia cristiana, que se pueden resumir en una sola expresión: la demanda para el esposo, es amar a la esposa; para la esposa, es estar sujeta a su esposo; para los padres es disciplinar y amonestar a sus hijos; para los hijos es obedecer a sus padres.

Siendo el varón la cabeza de la mujer, resulta para el esposo una demanda muy fuerte que ame a su esposa, porque ello implica, además, una restricción a su rudeza natural. Por eso dice la Escritura: "No seáis ásperos con ellas" (Col.3:19), y "Dando honor a la mujer como a vaso más frágil" (1ª Ped.3:7). El ser cabeza pone al hombre en una posición de autoridad, pero el mandamiento de amar a su mujer le restringe hasta la delicadeza.

Hay al menos dos razones por las cuales el esposo debe ser ejemplo amoroso de quebrantamiento y humildad. Primero, por su carácter naturalmente áspero, y, segundo, por la autoridad que detenta. Junto con ponerle en autoridad, el mandamiento le limita en el uso de esa autoridad.

De modo que si su autoridad es cuestionada, no debe procurar recuperarla por sí mismo, sino remitirse a Aquél a quien pertenece. Si Dios ha permitido que su autoridad sea resistida, entonces debe de haber alguna causa (que bien pudiera ser alguna secreta rebelión frente a Cristo), y que es preciso aclarar a la luz del Señor.

Por su parte, siendo la mujer de un carácter más vivaz, el estar sujeta es una restricción a su natural forma de ser, por lo cual dice la Escritura: "La mujer respete a su marido" (Ef.5:33b), y "La mujer aprenda en silencio, con toda sujeción" (1ª Tim.2:11). No obstante, ella recibe el amor de su esposo, que la regala y la abriga.

Esto es así para que no haya desavenencia en el matrimonio. Ambos son restringidos y a la vez son honrados por el otro. Cada uno según su natural forma de ser. Porque Dios sabe mejor que nosotros mismos cómo somos, y por eso diseñó así el matrimonio. El marido representa la autoridad, pero, siendo de un carácter áspero, debe amar con dulzura; la mujer es amada y regalada, pero, siendo de naturaleza más inquieta, debe sujetarse. Así todos perdemos algo, pero gana el matrimonio y la familia, y por sobre, todo, gana el Señor.

Si el esposo ama, facilita la sujeción de la esposa. Si la esposa se sujeta, facilita el que su esposo la ame. Con todo, si ambas conductas (el amar y el sujetarse), siendo tan deseables, no se producen, ello no exime ni al esposo ni a la esposa de obedecer su propio mandamiento.

¡No hay cosa más noble para un marido cristiano amar a su mujer como Cristo amó a la iglesia! No hay cosa más noble, conforme van pasando los años, encontrarla más bella, sentir que su corazón está más unido a ella, y que ha aprendido a amarla aun en sus debilidades y defectos. Porque ya no anda como un hombre, sino que camina en la tierra como un siervo de Dios.

¡Qué dignidad más alta para una mujer la de sujetarse a su marido, no por lo que él es, sino por lo que él representa! ¡Cuánto agrada a Dios un hombre y una mujer así! Todos los reclamos, todas las quejas desaparecerían. Si el marido se preocupara más de amar no tendría ojos para ver tantos defectos e imperfecciones. Si la mujer se viera a sí misma como la iglesia delante de Cristo, si se inclinara, si fuera sumisa y dócil, cuánta paz tendría en su corazón. Cuánta bondad de Dios podría comprobar en su vida.

El esposo y el sustento; la esposa y su casa

La expresión bíblica y más clara del amor del esposo (un amor que llega hasta el sacrificio) es el sustento de la esposa y la familia. "La sustenta y la cuida" - dice Ef.5:29. El sustento tiene que ver con el proveer para sus necesidades. En tanto el "cuidar" -que puede traducirse también como "halagar" y "abrigar"-, tiene que ver con las atenciones amorosas del esposo hacia la esposa para que ella se sienta bien.

Sin embargo, vemos con demasiada frecuencia en nuestros días cómo esta responsabilidad es delegada más y más en la esposa. Esto trae una pérdida en la autoridad del marido, en la ejemplaridad de Cristo sobre la iglesia (porque Cristo sustenta y cuida a la iglesia), y, además, acarrea una pérdida para los hijos, que se ven privados de los cuidados de sus madres, insustituibles en los primeros años de vida.

Hay situaciones especiales en que el trabajo de la esposa fuera de la casa se hace imprescindible, porque responde a una imperiosa necesidad, sobre todo por la carencia o enfermedad prolongada del esposo. Pero tal situación debiera, en lo posible, no prolongarse demasiado para no lesionar el cuidado de la casa y de los hijos.

También está el caso de las mujeres profesionales, que aspiran a tener una realización en el ámbito laboral; sin embargo, ello sólo puede concederse siempre que no impida a la mujer cumplir con el expreso mandamiento de atender sus hijos y su casa con el mayor esmero. En estos casos, el trabajo con horario libre, o bien de media jornada pudiera ser una solución. Cuanto más tiempo esté la mujer fuera de casa, tanto más pérdida habrá en cuanto a su obediencia al Señor.

No es justificable, en cambio, cuando la motivación que suele impulsar a la esposa a trabajar es la insatisfacción en sus deberes propios de madre y esposa, o la codicia de las cosas materiales. Si en los padres hay un apego enfermizo a las cosas de esta vida, entonces no sólo será necesario que el marido trabaje, sino que también lo haga la esposa, y aun los hijos, en edades tempranas, cuando es altamente inconveniente, por cuanto se cultiva en ellos el amor al dinero, y se los somete a presiones en ambientes altamente competitivos.

Si el esposo asume delante de Dios este compromiso sagrado de sustentar a su familia, entonces no le faltará cómo proveer para ellos lo necesario. El esposo debe poder ofrecer a su esposa la seguridad de su hogar como la esfera de su acción y de su refugio, y no exponerla a los peligros de una sociedad maligna y perversa.

Ciertamente, un hogar que pretenda vivir de acuerdo a la Palabra de Dios, no tendrá todo aquello que el mundo considera indispensable de acuerdo a los actuales estándares de vida, pero Dios ciertamente será glorificado en la sencillez y modestia de un hogar que le teme y le obedece. "Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento; porque nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar. Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto" (1ª Tim.6:6-8).

La sujeción de la esposa no es sinónimo de inactividad y achatamiento. Si bien el ámbito de las esposas es su casa (Tit.2:4-5), eso no implica frustración o anulación de sus capacidades. La mujer de Proverbios capítulo 31 es una esposa trabajadora, consciente de su propio valer, y que actúa con diligencia en bien de su familia y los demás. Allí no hay inactividad, ni complejo alguno de inferioridad. Hay, en cambio, obras de fe, hay capacidad y espíritu emprendedor.

La sujeción no es una postura externa, sino un asunto del corazón que va abarcando progresivamente todas las esferas de la vida, que no inmoviliza a la mujer, sino que la impulsa hacia las más altas metas de realización personal y familiar.

Espiritual y también práctico

Ahora vamos a hablar de un segundo plano -y complementario- de la vida matrimonial. Como ya se ha dicho, las cosas eternas de Dios, cuando entran al plano humano se restringen al tiempo y al espacio. Y entonces adquieren también una forma visible, temporal y práctica. Así lo fue con el Hijo de Dios, lo es con la iglesia, y también es así con el matrimonio.

De modo que el matrimonio tiene un sentido doble: uno espiritual, trascendente, y que muestra la relación de Cristo y la iglesia, del cual venimos hablando; y otro con una base terrena, de procreación y perpetuación de la especie, en cuyo centro está la sexualidad. Esto último explica la existencia en la Biblia de un capítulo como 1ª Corintios 7.

En efecto, en este capítulo se tratan los asuntos más prácticos del matrimonio, así como en Efesios 5 se muestra su sentido trascendente. Aquí en Corintios se muestra cómo esa relación perfecta entre hombre y mujer en el matrimonio les lleva a cada uno a preocuparse del otro. Tanto el hombre como la mujer han de cumplir el deber conyugal con el otro, porque ninguno tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el otro. El mandamiento es, en definitiva, no negarse el uno al otro. Y esto, evidentemente, tiene que ver aquí con las relaciones íntimas, con la sexualidad. Por eso podemos afirmar que este asunto, aunque de tipo práctico, es fundamental en la buena marcha de un matrimonio, y por eso es atendido en la Palabra de Dios.

Si se quita uno de estos dos sentidos, caemos, o bien en una espiritualización, o bien en una caricaturización grotesca del matrimonio. Si atendemos sólo a la metáfora del matrimonio, de lo que éste significa espiritualmente, y desconocemos este otro aspecto, entonces el matrimonio vendría a ser para nosotros algo humanamente irreproducible, más cercano a lo angélico que a lo humano. En tal caso, menospreciaríamos el atender al deber conyugal, y estaríamos cometiendo una falta grave delante de Dios.

Si, por otro lado, lo vemos desde el punto de vista meramente humano, como lo ven los incrédulos, el matrimonio sería, entonces, sólo un contrato, con algo de sexo y unas pocas cosas más. En esto, como en muchos otros asuntos de la vida cristiana, hemos de ser sabios y equilibrados. Un hombre de Dios, por muy espiritual que sea, ha de cumplir su deber conyugal. Asimismo, una mujer de Dios, por muy espiritual que sea, ha de cumplir su deber conyugal. Esto, a menos que los dos, de común acuerdo, se abstengan por un tiempo para dedicarse a la oración, como lo dice la Escritura.

He aquí un hecho notable y, tal vez, para muchos desconcertante: la perfecta unidad del matrimonio se consuma en el acto íntimo. Por eso el apóstol dice: "volved a juntaros en uno" (1ª Cor.7:5), luego de conceder que por un tiempo se nieguen el uno al otro. Y es que esto, siendo, al parecer tan humano, es una alegoría de la unidad perfecta de Cristo y la iglesia.

De esta manera es como Cristo viene también a ser el Señor en el matrimonio de los creyentes.

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